20071118

¿QUÉ ES LO QUE HICE MAL? (I)


Cuando fijé la vista al frente, después de haber conducido durante horas sin ver otra cosa que la cinta gris, serpenteante y casi eterna, que era el asfalto de la autopista, vi el caos que me aguardaba. A modo de remolino gigante, como una galaxia espiral roja y brillante, plagada de fuegos minúsculos que parecían estrellas en el firmamento, la visión que me asustaba devoraba la carretera, el cielo, las montañas y todo cuanto había a mi alrededor, con un voraz apetito, y en medio de un sonido terrorífico, que te hacía pensar que se acercaba el fin de los tiempos.

Pisé el freno con todas mis fuerzas y, controlando varios bandazos que dio el vehículo por la carretera, antes de detenerse, me detuve justo al borde del precipicio, donde el abismo ya alcanzaba la autopista. Engrané la marcha atrás en el coche y aceleré a fondo. De inmediato, el motor subió de revoluciones y la entrega inmediata de potencia a las ruedas traseras hicieron que éstas comenzasen a patinar, entre el sonido del motor rugiente, las columnas de humo que provocaban los neumáticos al quemarse contra el asfalto y el chirriar de las ruedas, producto del esfuerzo de tracción al que las estaba sometiendo.

A su alrededor, el polvo, la tierra suelta, pequeñas piedras y aves despistadas se precipitaban hacia ese abismo encarnado. En el momento de caer en él, envejecían o desaparecían bruscamente. Las piedras se convertían en polvo, las aves se descarnaban y desplumaban, como si el tiempo consumiera su carne al morir. Era como si viera pasar mil años en microsegundos, delante de mí.

El vehículo seguía intentando retroceder, pero en realidad lo que hacía era avanzar al frente, hacia la hecatombe que tenía frente a él. Asustado, no supe por qué me pasaba algo así, ni qué significaba ese horror que tenía delante de mis ojos, que superaba toda realidad consciente y lógica, desafiando cuantas leyes y principios físicos conocía. Era una visión completamente alejada de toda realidad y atacaba mi cordura con saña. Yo estaba congelado dentro del vehículo, con las manos puestas en el volante, echándome hacia atrás todo lo que podía, como si eso fuera a librarme de caer en el abismo y pisando a fondo el acelerador del coche. Mi respiración se hacía cada vez más profunda y empezaba a sudar, pese al frío exterior –no tenía la calefacción puesta y dentro del vehículo la temperatura, durante la conducción hasta llegar aquí había sido dentro de un ambiente muy fresquito-. Tenía miedo.

El coche no solamente no retrocedió, sino que aún avanzó hacia delante unos pocos centímetros. Lo hizo de golpe, bruscamente, como si alguien le hubiese dado un golpe en la parte de atrás. Miré por el retrovisor pensando en esto que acabo de decir, pero no vi nada. En ese momento, como un efluvio aromático, una corriente de pensamientos afloraron de mi mente hacia la espiral cósmica, a modo de película de mi vida y pude ver en ella muchos acontecimientos de la misma, algunos importantes, otros no; algunos olvidados ya por mi conciencia consciente, pero otros, en cambio, muy presentes aún en mi memoria.

El hecho de ver mi vida pasar delante de mí, a mi vista, como si de una película se tratara, me hizo estremecerme aún más. Veía el rostro de un niño con gafas, de cara rolliza, pero pequeño y delgaducho, feliz, jugando con su hermano o sus amigos. Disfrutando de las maravillas de la niñez, en la que los días parecen tener cien horas y a un kilómetro de distancia podía descubrir un mundo nuevo y diferente que desconocía hasta ese momento. Veía luego como crecía –no mucho en altura, todo hay que decirlo- y cambiaban también mis amigos, mi entorno –el instituto pasaba a sustituir a la escuela de primaria-, y de repente, mi mundo crecía varios cientos de leguas, pues disfrutaba ya de mi vehículo a motor propio, que aunque de pequeña cilindrada y posibilidades, me abría las puertas y ampliaba mis horizontes físicos hasta límites que antes ni siquiera imaginaba.

Más imágenes sucedían a las ya vistas y yo iba creciendo y desarrollándome en ellas. El estudiante universitario que disfrutaba de juergas y viajes con los amigos dio paso a mi inicio en el mundo laboral. Las ilusiones y sueños de la infancia acerca de mi futuro desaparecían de mi consciencia y eran olvidados. Ya tenía, por fin, un futuro encaminado hacia alguna parte. O eso creía.

Mi coche avanzó otros cincuenta o sesenta centímetros hacia delante, hacia la espiral de fuego y luz y vi que el frontal del vehículo ya entraba en contacto con esa masa etérea y parecía calentarse y cambiar el color del metal de la carrocería. Oí el ruido de cristales rotos y vi un humo negro que salía de delante. Sin embargo, el motor continuaba funcionando a pleno régimen, aunque vi, aterrorizado, que la aguja del indicador de temperatura del agua del radiador comenzaba a desplazarse hacia la derecha, indicando un recalentamiento general del motor. Si éste me fallaba, nada podría hacerse ya y yo me precipitaría hacia el horror que tenía enfrente.

Como si estuviera dotado de vida propia, me pareció que el coche se retorcía intentando escapar, como era mi voluntad, y que la potencia transmitida a los neumáticos aumentaba y que éstos, en lugar de haber explotado ya, por el recalentamiento y la brutal fricción contra el asfalto, intentaban agarrarse aún más al suelo, como si se aferraran a la vida –si es que tienen vida propia unos seres compuestos de caucho y acero-. Creo que la lucha que estaba manteniendo se estaba extendiendo al universo mismo donde vivía y que era éste, y no yo únicamente, quien quería escapar de la situación que tenía delante de mis ojos. Pero la batalla estaba perdida.

Entre lágrimas de miedo puro, una tensión muscular que me agarrotaba ya los antebrazos y las piernas, con la boca seca y abierta y viendo mi vida suceder ante mí, como si de una proyección de cine se tratara, el vehículo cedió unos centímetros más y caí al abismo.

Todo desapareció ante mis ojos y, en un instante, me encontré en medio de naranjos, un día frío de noviembre, sin rastro de mi coche, a doscientos kilómetros de distancia –al menos, según reconocía yo el lugar donde me encontraba y siendo que hablábamos del mismo espacio-tiempo dimensional-, en un sitio que yo reconocía por la torre que veía a lo lejos asomar, alta, más que ningún edificio colindante, y que me sirvió de punto de referencia en este momento.

Había retrocedido treinta y tres años en el tiempo y yo aún no lo sabía.